Península de Yucatán: la privatización del territorio colectivo

20-8-2020, Mongabay
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por Thelma Gómez Durán

La doctora en antropología Gabriela Torres Mazuera se ha dedicado a estudiar una parte vital del México rural: los ejidos y comunidades.

Gran parte de sus estudios los ha desarrollado en la Península de Yucatán, región en donde cada vez hay más conflictos por la tierra y en donde ella ha sumado su trabajo científico a las luchas por la defensa del territorio.

Gabriela Torres Mazuera nació en una de las metrópolis más grandes y pobladas del mundo, la Ciudad de México, pero decidió fijar su mirada científica lejos de los edificios y las dinámicas urbanas. Ella eligió estudiar el México rural, en especial algo que hace singular a este país: el ejido, la propiedad colectiva de la tierra.

La historia fue la primera disciplina académica que abrazó. La influencia de profesores como Federico Navarrete —autor de libros como México Racista: una denuncia— la llevaron a realizar su maestría y doctorado en antropología social en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) y en la Universidad de Paris 1 Panthéon-Sorbonne. Además, de realizar un posdoctorado en el Centro de Estudios México-Estados Unidos, en California, Estados Unidos.

Desde hace diez años, se estableció en la Península de Yucatán. Como investigadora del CIESAS ha estudiado las transformaciones de los ejidos, así como las presiones que hay sobre la tenencia colectiva de la tierra, a partir de la expansión de proyectos agroindustriales, inmobiliarios, eólicos y fotovoltáicos.

Una de las máximas de la investigadora es que el trabajo científico debe servir a las comunidades. Es por ello que colabora con colectivos de abogados y organizaciones civiles que acompañan a quienes han hecho de la identidad maya una de sus herramientas para la defensa de su territorio.

¿Cuáles han sido las transformaciones más importantes que han tenido los ejidos?

En México, la reforma agraria duró 70 años y es la reforma más amplia y exitosa que haya tenido cualquier país en Latinoamérica. Con esta reforma se creó la propiedad social (compuesta por ejidos y comunidades), la cual conforma la mitad del territorio nacional.

Esta reforma agraria fue una reingeniería del territorio nacional con miras a generar un nuevo proyecto de desarrollo rural. Incluso, durante una época se visualizó a los ejidatarios o comuneros como el motor del desarrollo agropecuario en México.

Pero en los años ochenta, los ejidos —concebidos como unidades productivas— comienzan a decaer en muchos sentidos. Se acaban los subsidios del gobierno y ya no se apoya al sector campesino. A partir de entonces, el ejido deja de verse solo como una unidad productiva.

En los años 90, la visión de muchos de los economistas —que definían la política pública del país— era que había que evolucionar hacia la propiedad privada para generar un mejor manejo de recursos y un desarrollo económico. En su visión, los ejidos y las comunidades eran una forma de tenencia colectiva que había que transformar hacia la propiedad privada. Se promueve la reforma al artículo 27 constitucional y se emite una nueva Ley Agraria en 1992; entre los objetivos están el generar una evolución de esa propiedad colectiva hacia la propiedad privada. Esa reforma permite que se puedan privatizar y vender las tierras ejidales.

En ese contexto de reformas que impulsaron la privatización del territorio colectivo, ¿qué fue lo que posibilitó que los ejidos y comunidades se mantuvieran, sobre todo aquellos que tienen cubierta forestal?

Cuando se generan este tipo reformas legales siempre hay grupos protagónicos que las promueven; aunque no son las únicas voces. Siempre hay visiones encontradas y contrastantes. La Ley Agraria de la década de los noventa, a pesar de que sí permitió la privatización de las tierras, puso candados.

Uno de esos candados importantes es que, en el caso de los ejidos, las tierras de uso común siguen siendo inalienables y solo se pueden enajenar las tierras parceladas legalmente. Entre 1993 y 2006 se puso en marcha un programa de certificación de derechos ejidales y titulación de solares urbanos (el Procede) que permitió la parcelación en aquellos ejidos que así lo desearan. Otro candado es la prohibición de parcelar aquellas tierras que tienen cubierta forestal. Esa es otra restricción importante. Esas restricciones afianzan el uso colectivo de las tierras con cubierta forestal.

¿En qué momento los ejidos y las comunidades comienzan a verse como protagonistas importantes en el tema de la conservación ambiental en México?

Con la reforma de la década de los noventa, mientras un grupo de economistas impulsaba que los ejidos y las comunidades se transformaran en propiedad privada —para generar desarrollo económico y prevenir la degradación ambiental—, otros grupos dentro de las mismas instituciones y académicos más afines a las ideas de Elinor Ostrom (Premio Nobel de Economía en 2009) hacen una crítica a la visión de la privatización y señalan que la propiedad colectiva no forzosamente va a llevar a la tragedia de los comunes, a la degradación ambiental.

Ese conjunto de académicos —como Leticia Merino, que fue estudiante de Ostrom— señalaron que en el tema del manejo forestal, los ejidos hacen un papel eficiente y exitoso para la conservación de los bosques. Los ejidos y las comunidades muestran que el aprovechamiento de las tierras con cubierta forestal permite también su conservación.

Detrás del proyecto de creación de la Comisión Nacional Forestal (en 2001) y del impulso de los ordenamientos territoriales comunitarios está ese enfoque, esa idea de que los ejidos pueden ser formas de organización territorial y de conservación de los recursos naturales eficientes, sobre todo de los bosques.

¿Hay otros factores que llevan a que estos ejidos y comunidades logren crear modelos exitosos de manejo forestal comunitario?

Además de estas reformas en el plano agrario, sucede otra cosa importante en los años noventa. A finales de esa década se consolida y empodera la institucionalidad ambiental en México. Todo el conjunto de nuevos instrumentos de gobernanza ambiental empiezan a formarse, a definirse y afianzarse. Y tienen un gran presupuesto.

En esa época se empieza a generar el proyecto de manejo de los bosques, en donde algunos representantes académicos tienen una voz importante. Ese sector ambiental, con ese enfoque de conservación de los bosques —que tiene una gran influencia de Elinor Ostrom—, sí tuvo su fuerza y eso se puede ver hoy en día con los ejidos que han logrado mantener y manejar bien sus bosques.

También hay algunas críticas sobre ese enfoque asociado a los ejidos. En México, la mitad del territorio es tierra ejidal o comunitaria y cerca del 80 % de los bosques (en Quintana Roo) están sobre propiedad social. Entonces, el manejo de los bosques recae fuertemente sobre estos colectivos. Desde el Estado se generaron ordenamientos, programas y apoyos para la conservación con un enfoque de servicios ambientales, el cual ha sido más o menos exitoso.

Pero en este modelo no siempre se generó y propició la inclusión de otras personas que no fueran ejidatarios. Esa ha sido una de las críticas que se hace hoy en día a ese modelo. Aunque también hay casos de ejidos que incluyeron a personas sin derechos agrarios con un enfoque de inclusión asociado a sus usos y costumbres.

El éxito del modelo de manejo forestal comunitario, me parece, tiene que ver con el hecho de que sí hubo un fuerte apoyo del sector ambiental que se iba desarrollando en esos momentos.

Ahora lo que vemos es lo contrario: una fuerte disminución del presupuesto al sector ambiental…

En el tema ambiental, la 4T (la cuarta transformación, como la llama el presidente Andrés Manuel López Obrador) no es nada propositiva ni actualizada. Se ha denunciado mucho lo que sucede en el sector ambiental, pero también está pegando mucho al sector agrario. En realidad está tocando a todo el Estado federal, y eso obviamente debilita diversos programas y todo el manejo territorial. Al no tener presupuesto se pierde parte del control territorial.

En el caso de la Península de Yucatán, ¿qué procesos llevan a que los ejidatarios y las comunidades comiencen a plantear temas como la conservación del ambiente?

La gente en las comunidades es muy pragmática. Por ejemplo, en Hopelchén, Campeche, se dio una lucha contra la soya transgénica. En esta región, el 70 % del territorio es ejidal y hay mucha cubierta forestal. Pero, desde los años ochenta, a esta región llegaron comunidades menonitas del norte del país que adquirieron terrenos nacionales y empezaron a tumbar los bosques para meter soya y maíz, a promover un proyecto de agricultura agroindustrial.

Y en este caso, no todos los ejidatarios de la región están peleados completamente con ese modelo. Algunos campesinos mayas quizá sí participarían en modelos de agricultura agroindustrial si tuvieran la posibilidad. Sin embargo, en los ejidos hay actividades productivas alternativas y, hasta cierto punto, contrarias a la agroindustria. Este es el caso de la apicultura. Ellos, los apicultores, se han visto beneficiados del uso colectivo de los montes (tierras de uso común ejidal) y obviamente ellos van a defender esos espacios porque ahí están sus apiarios.

En cuanto la apicultura comienza a tener afectaciones por la tala inmoderada, es que los apicultores comienzan a generar un discurso en contra del modelo agroindustrial y empiezan a vincularse con otros actores, entre ellos, activistas a favor de la sustentabilidad.

¿Pero este enfoque ambiental está presente en todos los ejidos de la región?

Este enfoque no es homogéneo en toda la Península. Por ejemplo, en aquellos ejidos que estuvieron muy vinculados a la actividad henequenera, el discurso de la sustentabilidad es menos visible.

En cambio, en los ejidos de Quintana Roo que realizan manejo forestal, donde se beneficiaron de los programas de la Conafor, donde tuvieron cursos, donde se crearon ordenamientos territoriales y en donde se hace aprovechamiento forestal maderable, en esos ejidos sí hay un discurso muy fuerte de sustentabilidad.

Otro sector que hoy está tomando conciencia de su papel en la conservación ambiental, y que está incorporando el discurso de la sustentabilidad, es el del ecoturismo comunitario; sobre todo aquel que está asociado a los cenotes.

El discurso de sustentabilidad se está desarrollando en distintos espacios, pero siento que es coyuntural a los conflictos que surgen. Los conflictos sociales generan oportunidades para que los grupos se posicionen y, sobretodo, para empezar a crear un discurso propio de la identidad maya y sus derechos sobre el territorio.

Eso es un fenómeno reciente en la Península: la identidad pensada en términos de “nosotros somos mayas, hemos cuidado el territorio, hemos aprovechado sustentablemente el territorio y lo queremos defender”.

¿A partir de cuándo esa identidad maya, vinculada a la defensa del territorio, comienza a tomar fuerza?

En los últimos años 10 años. Y, sobre todo, porque cada vez hay más proyectos que están amenazando sus modos de vida y porque cada vez hay más activistas y organizaciones de la sociedad civil que están apoyando esos procesos y, obviamente, hay aprendizajes colectivos que van afianzando más estos discursos.

En este contexto, ¿qué está sucediendo con los ejidos en la Península?

Desde que yo llegué en el 2010, sí veo un aumento de conflictos relacionados con el tema de las tierras.

Hay una transformación en la manera en como, ciertos empresarios, han entrado a los ejidos para comprar sus tierras. En los periodos anteriores, pero en especial en el sexenio de Enrique Peña Nieto, la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu) dio el respaldo para que se diera la posibilidad de que empresarios entraran a adquirir tierras y eso, hasta ahorita, está teniendo consecuencias.

En el sexenio anterior, los grupos empresariales tenían un control muy fuerte sobre la institucionalidad agraria, sobre el Registro Agrario Nacional y la Procuraduría Agraria. De dos años para acá no tienen tanto control, pero sí lograron avanzar sobre muchos ejidos.

Estos procesos de compras de tierras ejidales son lentos, no son tan inmediatos y hay muchos intereses en juego. Los conflictos que hoy vemos en la Península no surgieron con este gobierno. Pero en el actual gobierno, aunque sí están tratando de luchar contra la corrupción no acaban de lograrlo con la reducción del presupuesto.

Así que se están viendo más conflictos asociados con la venta de tierras ejidales. Esta venta de tierras responde a los intereses de inversionistas de muchos sectores que quieren entrar a la Península. Hay un desarrollo progresivo de la agroindustria y, sobre todo, de las granjas de puercos y pollos. También está el sector del turismo y la urbanización. Y, obviamente, el Tren Maya que sí está reactivando la especulación inmobiliaria en algunos ejidos y, con ello, generando conflictos.

Estos conflictos se han ido cultivando desde hace diez años. Y bueno, también hay visiones encontradas entre los ejidatarios. Algunos sí quieren vender la tierra.

Hace 20 años había mucha más posibilidades de que un empresario llegara a un ejido, comprara las tierras y no generara mayor conflicto social, porque quizás había menos información. Ahora, hay más idea de lo que está pasando. En algunos lugares están tomando más conciencia del territorio maya.

En la actualidad, ¿qué presiones hay sobre la propiedad colectiva de la tierra?

En la península de Yucatán todos estos proyectos están atrayendo a inversionistas y sigue habiendo un gran interés en las tierras ejidales. El sector agroindustrial, por ejemplo, es un sector que se seguirá expandiendo.

Además, está el tema urbano. La urbanización en la región ha sido aceleradísima. Para las élites locales, su apuesta de desarrollo económico ha sido la inversión inmobiliaria. Ellos han comprado muchas tierras.

Con Geocomunes (colectivo que acompaña a comunidades en la defensa de su territorio) hicimos mapas en donde se puede observar que las tierras que rodean o circunscriben el área metropolitana de la ciudad de Mérida están casi ya todas privatizadas. Antes eran tierras ejidales, ahora ya cambiaron a dominio pleno, aunque aún no están urbanizadas. Es en esas tierras donde se va a dar el próximo desarrollo urbano.

Lo mismo sucede en Quintana Roo, con las tierras colindantes a Tulum, Playa del Carmen o Cancún. En Bacalar está sucediendo algo similar con los ejidos colindantes.

Como científica social has colaborado con organizaciones que acompañan a las comunidades en su defensa del territorio, como el Equipo Indignación o Geocomunes. ¿Por qué decidiste llevar tu trabajo de investigación más allá de la academia?

Una de mis inquietudes permanentes asociadas a mi trabajo como académica ha sido: ¿para qué sirve o a quién le sirve el trabajo que realizo, el que yo entienda cierta realidad social? Como antropóloga, uno va a los pueblos y “saca” información y eso a quién le sirve. La forma que he encontrado para resolver esa inquietud ha sido el sumarme a cierta luchas.

Me he involucrado con grupos que están atendiendo temas en donde hay un conflicto social en torno a las tierras; les he podido aportar algo, por ejemplo, un peritaje. De ese peritaje después sale una investigación o una reflexión. Pero, entonces, ya tiene más sentido: esa investigación les sirve a ellos o les ayuda a comprender mejor un fenómeno o un proceso.

Al hacer eso, me quedó muy claro que la investigación hace más sentido cuando se vincula con personas, con grupos que están en una reivindicación, en una lucha.

¿Cuáles son los temas que ahora llaman tu atención como investigadora?

Ahora me interesaría hacer un balance de la política de la 4T en el tema agrario. Ese tema requiere una investigación de, al menos, un año. Me interesa ver cómo se desempeñan ciertos procesos como el Tren Maya. No tanto el proyecto en sí, más bien su efecto sobre la (tenencia de) la tierra.
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